La puta de Babilonia, como llamaban los albigenses a la Iglesia de la ciudad de Roma conforme la expresión del Apocalipsis, saca a la luz el grande sumario de los crímenes perpetrados representando a Cristo por su Iglesia desde el año trescientos veintitres en que apoyada por el emperador Constantino pasó de víctima a victimaria
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Durante los veintiséis años del pontificado del polaco Karol Wojtyla
(más conocido como Juan Pablo II), la población mundial aumentó en dos
mil millones. A una cifra tal había llegado nuestra especie en 1930,
después de millones de años de existencia sobre la Tierra.Nadie más
responsable de ese aumento desmesurado que él, que anduvo por ciento
treinta países de los cinco continentes predicando contra el control
natal, llamándose defensor de la vida porque defendía un óvulo fecundado
por un espermatozoide, el zigoto, que tiene el tamaño de una amiba. Hoy
somos siete mil millones y el daño hecho es irreparable.Esta es la
última de las más grandes infamias de la Iglesia. Las ocho cruzadas que
devastaron la llamada Tierra Santa, el exterminio de las civilizaciones
indígenas de América, la oposición a la libertad de conciencia y de
palabra y a todo avance de la ciencia, cohonestar la esclavitud, la
degradación de la mujer, la Inquisición, he ahí otras, a las que hay que
sumarles su indiferencia ante la suerte desventurada de los animales.Los
albigenses, a quienes el papa Inocencio III, el hombre más poderoso de
su tiempo, exterminó porque le enrostraban sus riquezas, llamaron a la
Iglesia de Roma ?la puta de Babilonia?, tomando la expresión del
Apocalipsis. Dos milenios lleva delinquiendo, impune, abusando de la
credibilidad del rebaño y gozando de su impúdica riqueza. La puta de
Babilonia, por lo pronto, le levanta el sumario de sus más grandes
crímenes, cuestionando de paso la existencia de un Ser Supremo que de
existir los ha permitido, sin que haya servido hasta ahora en lo más
mínimo el sacrificio de su Único Hijo.FERNANDO VALLEJO«Es un martillo de
los ortodoxos, ha escrito diatribas disparatadas, y bien ciertas, contra
la Iglesia que inventó la tortura de la Inquisición. Es un azote del
Papa, capaz, en sus distintas reencarnaciones, de autorizar la
enfermedad de los pobres y la muerte de éstos. Martillo de ortodoxos y
hereje ejerciente.» Juan Cruz, El País