Constitucion Politica De Los Estados Unidos

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Constitución Política de los USA Mexicanos: Comentada, 3ra Edición – Eduardo Andrade Sánchez La obra a la que concurro con estas líneas a forma de prólogo, como se acostumbra a decir es el fruto de la experiencia y la ciencia de su autor, jurista y politólogo señalado con el que tengo, además de esto, una vieja relación amistosa
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Constitución Política de los USA Mexicanos: Comentada, 3ra Edición – Eduardo Andrade Sánchez La obra a la que concurro con estas líneas a forma de prólogo, como se acostumbra a decir es el fruto de la experiencia y la ciencia de su autor, jurista y politólogo señalado con el que tengo, además de esto, una vieja relación amistosa. Agradezco la ocasión que me ofrece don Eduardo Andrade Sánchez para acompañarle en la edición nueva ya la tercera de sus comentarios constitucionales. De esta manera me abre la puerta para exponer puntos de vista en torno al tema de la obra y al tratadista que la subscribe. Lo voy a hacer en los rigurosos límites que imponen la regla editorial y la misión de un prologuista. 2 palabras sobre el constitucionalismo de otrora y de hoy. Este es el “alma de la obra” del doctor Andrade. Cuando la república alcanzó su independencia, el cuidado de los rebeldes ilustrados fue la organización política de México, que desembarcaba de su larga travesía como Nueva España. Miraron cara Francia, donde se sucedían las novedades revolucionarias y posrevolucionarias, y cara los U.S.A., que ensayaba su curso bajo la Constitución de la ciudad de Filadelfia. Con esa doble inspiración, recibida y complementada por el genio y la figura de los patriotas de la América mexicana, empezó la compañía de hacer un derecho constitucional eficiente para encaminar la vida de una república en cierne, dudosa y asediada. La Carta de mil ochocientos catorce fue el mascarón de proa, cualquiera que haya sido el avance de su vigencia. Entonces, la ley suprema de mil ochocientos veinticuatro, sobre la que soplaron como sería en adelante vientos encontrados de diverso signo. Después, la normativa centralista. Años después, la limpia Constitución liberal y federal de mil ochocientos cincuenta y siete, que no disciplinó los pasos de Díaz: con ella “no se podía gobernar”, resolvió el general, y actuó en consecuencia. Y por último, la Constitución de Querétaro, cuyo pri­mer centenario estamos a puntito de festejar. Esta recogió las profundas aspiraciones de una auténtica revolución y puso en el centro de la escena la preocupación social, popular, nacionalista, que procedía de los Sentimientos de la Nación, que anidó en el renombrado voto ineficaz, en su tiempo de Ponciano Arriaga, y que ha corrido por las venas de México. Establecida la Constitución de mil novecientos diecisiete, los años siguientes trajeron re­formas abundantes. Las más prosiguieron el rumbo propuesto por el animoso Constituyente que legisló en Querétaro: social, popular, nacionalista. Ahora bien, desde mil ochocientos catorce y hasta el último cuarto del siglo xx, la Consti­tución fue receptora de lo que Schmitt llamase las “decisiones políticas fundamentales” de la nación. Ellas definen el talante y proporcionan beato y señal a un texto constitucional. Y asimismo alojó a los que Lasalle deno­minara “factores reales de poder”: elementos, personajes, corrientes que discurren en la escena de una ley esencial, influyen en sus mayores resoluciones y establecen sus más hondos compromisos. Andrade ha estu­diado esta materia al referirse en su obra Teoría General del Estado a la soberanía que radica en el pueblo y que en “la práctica se manifiesta como un conjunto de fuerzas que se dan en el seno” de aquel y determi­nan “las reglas que tendrán que imponerse a la colectividad”. Cuando sobreviene un cambio profundo en el catálogo de las deci­siones esenciales y en la presencia constitucional o bien constituyen­te, en extenso sentido de los factores reales de poder, brota una nueva Constitución, si bien se preserven íntegras la data de su expedición original y el orden numérico y temático de sus preceptos. No es esto, dato formal, lo que caracteriza la supone constitucional, sino más bien aquellas deci­siones llevadas a la ley suprema y esos factores de poder que impulsan y anidan en la preceptiva suprema. Mencionar a la Constitución y a sus contenidos primordiales conduce a explorar el ejercicio de la soberanía, bajo cuyo mantón el pueblo repre­sentado dispone el horizonte constitucional. Acá vuelvo a las reflexiones de Andrade a propósito de la soberanía, expuestas en la Teoría General del Estado que arriba cité. El creador apunta que “en la actualidad, y par­ticularmente para México, el inconveniente de la enajenación de la soberanía es real y actual. Es un inconveniente que debe ver con la penetración sicológica y cultural, con el desposeo de los valores tradicionales de la cultura mexicana, con la rotura de las estructuras básicas de la comuni­dad nacional y con la debilidad de las instancias gubernativos para mantener la soberanía nacional”. Digo todo esto, tan escuetamente como debo hacerlo ahora, para enfren­tar un planteamiento que nos ronda desde hace múltiples años y que quizás dominará en los siguientes: ¿resulta conveniente llevar al arcón de la historia, de una buena vez o bien de una mala vez, la ley esencial que todavía ostenta la data de mil novecientos diecisiete y reemplazarla por una nueva Constitución, siguiendo para esto los lineamientos y formatos que se han abierto paso en la segunda mitad del siglo xx y que han proliferado en Latinoamérica? Obviamente, esa nueva Constitución, de haberla, no sería el fruto de un movimiento revo­lucionario, como la Carta del diecisiete, sino más bien de un acuerdo entre “los poderosos” y de un ejercicio de especialistas, desenvuelto con rigor académico. No ignoro la posibilidad de que pronto aproximadamente tengamos una Constitución diferente, o bien cuando menos se recoja la interesante propues­ta planteada por talentosos estudiosos del Instituto de Investigacio­nes Jurídicas de la unam, como Diego Valadés y Héctor FixFierro, con otros colegas de una “reelaboración” o bien “refundición” de la Constitu­ción existente “Texto reordenado y consolidado”, que organice sus preceptos, suprima contradicciones o bien reiteraciones, aloje en la normativa esencial materias propiamente constitucionales y libere cara una ley de desarrollo constitucional un ordenamiento secundario, puesto que, mas del más alto rango los temas que merecen nuevo emplazamiento, sin tocar por el momento el fondo de sus disposiciones. Todo eso puede pasar, si lo favorecen las circunstancias de nuestra vida política, muy enconada y turbulenta, distantes de la madurez que han soñado los articulistas de las usuales reformas políticoelectorales que conocemos. Ahora bien, en mi término y es esto a lo que deseo llegar ahora, con la hospitalidad de don Eduardo Andrade ya tenemos una nueva Constitución flamante y exuberante, bien diferente en puntos centrales, que es lo que importa, de la elaborada en Querétaro en mil novecientos diecisiete y continua­da en la mayor parte de las reformas practicadas en los años siguientes, hasta los noventa del siglo precedente, por buscar una frontera razonable entre la Carta del diecisiete, ampliada, y la Carta que tenemos a la vista en dos mil quince. Difícilmente reconocerían esta ni en las palabras ni en una buena parte de las pretensiones los miembros del Congreso de los Diputados que creyeron haber trazado el destino de México y ciertamente lo trazaron el cinco de febrero de mil novecientos diecisiete, espe­cialmente aquellos que formaron, bajo la batuta de Pastor Rouaix, el “núcleo fundador” de la nueva Constitución
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