Bergeret, maestro de literatura vieja en provincias, es un dechado de belleza ética y de auténtica simplicidad; un hombre benevolente y distinguido. Desdeña las convenciones, como todo espíritu opulento de ideas que no precisa limosnear el parecer del resto. Se encuentra casado con una de esas mujeres de repelente sentimentalidad y de ambición burguesa, un trasunto de Mme. Bovary, que no alcanza a ver las cualidades superiores que adornan el espíritu de su marido hasta como marido. Cierto que el amor no reconoce ninguna superioridad; mas es triste que la belleza de la mujer bella no pueda tributar el homenaje de su belleza al hombre de talento noble, recto, justo y sano. Un hombre tonto, de ánima inconsistente, es el favorito de Mme. Bergeret, cambiante y ligera. El maestro Bergeret descubre por azar el lío infiel. Sorprende a su mujer y a su amante besuqueándose en un diván. Con sobrehumana sangre fría pasa por la habitación sin darles a comprender que los ha visto. Se encierra en su biblioteca y mientras que los amantes se preguntan si los ha descubierto, Bergeret se abandona a una crisis de desesperación. Le pasa por la psique la idea de matar; mas se domina, abre la ventana y echa a la calle un maniquí de mimbre. No va a haber escándalo; no demandará el divorcio. Quita a su mujer la dirección del hogar familiar sin darle explicación alguna. Ella se siente éticamente depuesta, y su amor propio padece de forma profunda. Suplica gracia a su marido, invocando la existencia de sus hijas. Esto, llegando al ánima de Bergeret, le mueve a una conciliación: le deja una hija y se lleva la otra a París, la que más le quiere y más le entiende. Dulce es el arte de France, como un pedazo de miel; mas de él se saca un escepticismo fatalista, que forma un aguijón de abeja