El placer de los cerdos decapitados – Alejandro G. Vera Si soy un ánima, y no un ánima cualquiera, puedo decir quizás que la luna es mi amiga. Que el can de el rincón ulula mi nombre por las noches. ¿No es esto lo que todos sentimos? El mendigo no desea monedas, desea reconocimiento. Dios, el dios de todos, desea lo mismo que el mendigo. En un altar, en una vereda de Caballo. Limpio como una sotana o bien sucio y beato como el pequeño que muere de apetito, cada uno de ellos de nosotros grita: “Acá estoy. Soy esto que sangra su ánima en todos y cada verso. En todos y cada ocaso es el colorado del cielo la muerte del que el día de hoy fui. El que jamás nace. Jamás más sirviente de este cuerpo. No más hojas que suenan en otoño.” Mas un día el Dios sucio y el Dios pequeño nos sorprenden. Dejan el juego de apreciar y empiezan a dar. Entonces el pobre es rico en una casa de pobre. El amante acuña una moneda, un talento. Aquel que padece asimismo sueña, y los que alguna vez fueron sombra se encienden como un pájaro de fuego entre las llamas del tiempo. Para saber que el cuerpo es asimismo ánima. Qué los viejos son sabios. Qué los mudos se comprenden desde lejos. La mujer bella llora una tempestad reservada. Bajo un jersey roto guarda su cuerpo un desnudo de pintor. El bibliotecario mueve un libro que es todos y cada uno de los libros y absolutamente nadie jamás lo lee. Es desganado, muy técnico, afirma un versista. Sangre de Dios en el altar del planeta, sangre del planeta en la guerra de los hombres. Sangre de hombre en el alimento de los cerdos. Un altar, un sacrificio. Solo y lo que invento en este obscuro cielo, mil estrellas y alguien me responde. Quizá sea el que no comprende. Quizás el ignorante sea un sabio secreto. La humildad del pájaro que canta, si bien el planeta muera. No pues tenga esperanzas, pues su ser es su paga. Ser pájaro es su paga. Lo mismo digo yo: “Ser es mi paga.” Acá inicio esta historia diciendo: “No se pierde el tiempo. Nosotros nos perdemos hasta el momento en que la muerte nos halla.”