El diluvio se hizo torrencial, y la magnitud de la tormenta cobró caracteres prácticamente apocalípticos, especialmente para quienes no estuviesen demasiado acostumbrados a radicar en aquella una parte del país. Como es lógico, bastantes personas fueron sorprendidas fuera de casas, en el cumplimiento de sus tareas profesionales, en desplazamientos o bien viajes, movidos por distintas circunstancias, convenientes o bien no, e inclusive por simple placer de excursionista. Todos padecieron las molestas consecuencias de un temporal semejante. Mas eso, sucede muy frecuentemente, y en cualquier sitio del planeta. Lo que no siempre y en todo momento sucede, es que un conjunto de personas que nunca se vieron entre sí, coincidan en un mismo cobijo, procurando huir de la furia del temporal. Y lo que, afortunadamente, sucede menos todavía, es que esas personas, agrupadas por una simple y trivial jugada del destino, se hallen con un cobijo particularmente incómodo y extraño, como tenía que ocurrir aquel fin de semana, en plena furia de los elementos liberados, en las cercanías de Durham, al lado de la carretera de Newcastle. Con lo que, al fin y al cabo, huyendo de los rigores de la tormenta que sacudía la zona norte de Inglaterra... ¿quién iba a hacer ascos a un edificio cuya puerta abierta les ofrecía cobijo contra todo ello? ¿Quién vacilaría en cruzar aquella puerta de hierro, oscilante y también invitadora, para sentirse confortablemente acogido, bajo un techo, entre unos muros, esperando a que pasase la furia de la tormenta? Efectivamente, absolutamente nadie rechazó la convidación casual. Ni tan siquiera cuando, ya antes de cruzar el umbral del singular edificio, levantado entre los recios árboles, supieron que se trataba de aquella clase de edificio. Era un panteón funerario