La Ninfa Inconstante Guillermo Cabrera Infante

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La Ninfa Inconstante Guillermo Cabrera Infante Estela Morris es la persona más inteligente que el protagonista en primera persona de La ninfa inconstante ha conocido hasta el instante de su encuentro con ella
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La Ninfa Inconstante Guillermo Cabrera Infante Estela Morris es la persona más inteligente que el protagonista en primera persona de La ninfa inconstante ha conocido hasta el instante de su encuentro con ella. Mas este avispado, resabiado, jubiloso y al final débil narrador que atiende con frecuencia por el nombre de Gecito asimismo conoce la debilidad de los absolutos: “La inteligencia […] no solo se manifiesta en palabras y todo cuanto tengo son palabras, útiles, en ocasiones inútiles. Utensilios”. Esa declaración llega cuando a la genial novela póstuma de Guillermo Cabrera le faltan poco más de veintepara el fin, y es tal vez la más apenada demarcación de límites literarios que le hemos leído a su autor, quien en La ninfa inconstante se mueve nuevamente –según es regla de los escritores no “exploradores” sino más bien “territoriales”, como Faulkner, Onetti, Benet, Bernhard o bien mismo– por el mapa de un sitio conocido, delimitando acá de modo muy cerrado y también intenso su lente. El resultado es, en frente de esa otra gran novela erótica en panorama que fue La Habana para un infante fallecido, una enrarecida y amarga –aunque a menudo divertida– historia amorosa de cámara (“camera obscura”, afirmaríamos, en un guiño al autor), tal y como si al escribirla, en un tiempo de enfermedad y quizás profecía de la muerte, Cabrera Infante hubiese citado a la más imposible de sus ninfas para personalizar en ella la despedida de la carne. Probablemente de ahí que, Estela adquiere el rango de personaje capital de la novelística del escritor de Gibase, constituyéndose además de esto en el contrapunto idóneo para poner de relieve la siempre y en todo momento latente dualidad en la “persona” literaria de su autor: la tensión entre lo intelectual y lo vital, entre los arrastres del deSeo y los dictados de la psique, una tensión que le llevó a crear durante más de cuarenta años ciertas más influyentes fabricaciones ideales de la prosa en español del siglo veinte, sostenidas y al unísono desafiadas por el asomo de una línea de sombra: la de tener conciencia de estar utilizando su poderosa inteligencia en el “gesto” de las palabras, por ocurrentes que fueran. Lo eran, desde entonces, mas el día de hoy sabemos, desaparecido ya el excelente gesticulador, que van a ser asimismo perdurables. Tratando de mitigar o bien ocultar tal tensión en sus libros, el vitalista Cabrera le planteó hace un tiempo –no sabemos precisamente la fecha– un acuerdo al sentencioso Infante. El primero se ampararía (los wits acostumbran a ser grandes tímidos) en las ocurrencias verbales para resguardarse de las usuras del planeta sentimental, dejándole al segundo, su alter ego descomedidamente lascivo, las labores, tan amenas en todas y cada una de las novelas de Cabrera (y en esta particularmente), del deSeo, el cortejo, la seducción y las ganas de materializarse lúbricamente como Infante. Y para confirmar ese comprensión entre las 2 mitades que conviven en G. Caín, el Gecito de La ninfa inconstante agrega lo siguiente a la declaración con la que comenzábamos nuestra reseña: “Las palabras son reales, mas lo que hago con ellas es, en último caso, irreal”. La ninfa inconstante es la novela más real de las irreales ficciones de Cabrera Infante, y marcha de esa manera –y no por el hecho de ser póstuma– como el factor restante en el recorrido del autor anglocubano. Los lectores fieles hallarán en las prácticamente trescientasde este libro paisajes y accidentes de un terreno ya antes visitado; estamos evidentemente en la Cuba de los últimos tiempos del dictador Batista, en una Habana nocturna y musical por la que se mueven, como actores de una tragicomedia que hemos visto en escena, un conjunto de personajes intercambiando un diálogo que nos resultará además familiar. Lo propio es lo vital del libro; por una parte, el aura prácticamente memorialística, con los sostenidos paralelos entre la vida real del entonces cronista de Carteles G. Caín y el Gecito que relata a inicios del siglo veintiuno, y por otro, nuevamente apareciendo estelarmente, la Estela Morris del cuento, esa admirable bacteria que inficiona desde el primer instante al narrador, contaminando sus anhelos y experiencias. Tras el incesante dispendio de refulgentes torsiones textuales (citemos solo dos: las exquisiteces y aprendizajes del primer beso, que forma y caduca, o bien el apunte de que Estela “por parecer una pequeña, se salía con la falda en todas y cada una partes”), detrás, insisto, de esa infalible dicha en el decir, está el sabio hacer del libro: una emocionante historia de amour fou entre un entregado mas algo insolente hombre curioso y “el primer ejemplar de mujer moderna” conocido. Hacer el recuento del retruécano en cualquier obra de Cabrera Infante, por agradecido que sea, y prácticamente siempre y en toda circunstancia lo es, corre el peligro de desposeer sus puns de la punta que cada uno de ellos de ellos adquiere en el tejido de la novela. De esta manera sucede en La ninfa inconstante. Nos reímos con el “zumo hacedor” que revigoriza al narrador por la mañana, con la paliza que el hermano va a recibir en la tundra soviética, con la variación del insigne legalismo latino, acá transformado en Fornicatio non petita, accusatio manifesta, y con esa encargada llamada “María Axiladora”, que bajo un brazo tenía un val sin y bajo el otro un inclán del mismo modo piloso. El transmisor de esas invenciones no las puede solucionar (estamos en el territorio del melindroso mas descomedido Cabrera), y de esta forma lo afirma, en un paréntesis, tras describir la aparición de la muchachita con el semblante muy pintado: “Ella deseaba batalla, mas me pareció una mascaramuza”. Imitando a Melville al contrario, la facundia en frente de la astringencia, el escribidor Gecito es la antípoda del escribiente Bartleby. “Es que no puedo, no puedo evitarlo”, exclama entre paréntesis en la página noventa y nueve de La ninfa inconstante. Un recuento de esas invenciones podría terminar no siendo otra cosa que un intento de clasificar las greguerías de un locuaz mas simple chisporroteador. Ahora bien, como ya era palpable desde 3 tristes tigres, Cabrera Infante es un sólido edificador de tramas, en las que el cuento –el supremo valor del cuento– y el florilegio de un lenguaje liberado, en plena libertad bajo palabra, sirven a un trascurso libresco. En aquella primera pieza maestra, los rellanos o bien recordables intercalados del edificio (la “Historia de un bastón”, las variadas muertes de Trotsky), eran deliberados y programáticos: el tiempo de las deconstrucciones avant la lettre, y mucho antes que Derrida las esparciera. Sterne o bien Joyce, Flann O’Brien o bien Lewis Carroll son, desde entonces, los predecesores de ese alegato tan tendente a las ecuaciones de una matemática desquiciante. Mas no hay que olvidar el otro lado más cuerdo, si bien no exento de fantasmagoría, del prosista Cabrera: el que aprovecha de las lecturas de Twain, de Isak Dinesen, de Virgilio Piñera. Y de este modo el mantenimiento de una línea narrativa por la gracia del cuento, que resaltaba entre los diferentes composites de 3 tristes tigres y la galería de retratos femeninos de La Habana para un infante finado, acá, al estar más concentrado el relato en la historia amorosa de Estela y Gecito, adquiere una resonancia mayor, en capítulos tan brillantes como el de la cupletista de España asediada a propósito por la mano del tramoyista o bien el referente al personaje del amigo Robertico Branly y su familia de farmacéuticos locos, que ocupan más de una decena dede alto humorismo en la segunda mitad del libro. Destaco por sobre los demás, por su sutileza de construcción, el capítulo desarrollado en la posada (o bien maison close) donde tiene sitio la primera noche de consumación cariñosa de la adolescente Estela y el casado infeliz. Siguiendo una realmente bien elaborada composición paralelamente (desarrollada entre las115122), Cabrera Infante va glosando los escarceos, renuncios y logros de la pareja habanera, en correlato a la primera noche nupcial, aquella, uy, no consumada, del ilustre victoriano John Ruskin y su esposa Effie. El virgen John no pudo con la imagen del inopinado vello púbico de su mujer desvestida, habituado el enorme crítico de arte, en los cuadros de desnudo del Renacimiento, a ninfas angelicales o bien diosas de impúberes pubis. Gecito sí puede, y como Ruskin se refugió tras el fiasco en una beatitud morbosa mas castamente infantil, el cubano le agradece al cielo el éxito del coito: “Kyrie lección kyrie erección”. La jaculatoria desconcierta a la recién desflorada Estela, que de nuevo no le comprende y se intranquiliza por sus juegos con las palabras, a lo que le contesta: “Rezo a mi padre y viejo autor, ahora y en la hora de mi eyaculación”. Novela de miradas ávidas, de disfrutes furtivos y de nostalgias de la dispersión cariñosa, el narrador, por más que lo procura, no logra fijar establemente a su deseado objeto. “La consumí con mis ojos. Consumí, consomé”, puntualiza en la página doscientos setenta y tres. Los lectores ya sabemos, no obstante, a tal altura de la novela que en el corto tiempo de su relación con Estela Gecito no ha extraído “la substancia de una carne comestible”. Y es que, más que inconstante, la ninfa, por sugestiva que resultase, debía ser inconsistente. Solo la rememoración de quien la quiso le da figura, y solo por la espléndida palabrería del escritor adquiere voz y pathos, si bien Estela, con la fugacidad de una deliciosa esencia gaSeosa, insiste en desvanecerse una y otra vez. “Nunca se comprende nada de lo que afirmas, y si se comprende no se sabe si charlas de verdad o bien en broma”, le reprocha ella a su amante en uno de los encuentros. La contestación de él retrata en su hondura a ese supremo ironista que fue Cabrera Infante: “Ésa es el beneficio de ser un autor cómico”.
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