La torre Obscura I. El pistolero – Stephen KingEL PISTOLERO El hombre de negro escapaba a través del desierto, y el pistolero iba en pues de él. El desierto era enorme, la apoteosis de todos y cada uno de los desiertos, y se extendía bajo el firmamento en todas y cada una direcciones en una distancia de quizá múltiples parsecs. Blanco, cegador, reseco, desprovisto de cualquier rasgo propio salvo por la sutil silueta nublosa de las montañas recortadas en el horizonte y por la yerba del demonio, que generaba dulces sueños, pesadillas y muerte. Alguna lápida señalaba el camino, puesto que el turbio camino que zigzagueaba sobre la gruesa corteza alcalina antaño había sido una pista recorrida por diligencias. Desde ese momento, el planeta había avanzado. El planeta se había vaciado. El pistolero paseaba imperturbable, sin apurarse ni entretenerse. De su cintura pendía un odre de cuero prácticamente lleno de agua, como una salchicha inflada. En el trascurso de muchos años había ido avanzando en el khef hasta lograr el quinto nivel. De haber llegado al séptimo o bien al octavo no tendría sed; habría podido observar la deshidratación de su cuerpo con un desapegado interés clínico, mandando el agua a sus resquicios y oscuros huecos internos solo cuando su lógica se lo indicara. No estaba en el séptimo ni en el octavo nivel. Estaba en el quinto. En consecuencia, tenía sed si bien no sintiese ningún deseo singular de tomar. De una forma vaga, todo aquello lo agradaba.Era romántico. Bajo el odre de agua se encontraban las pistolas, cuyo peso se amoldaba a su mano con toda precisión. Las 2 correas se cruzaban sobre su bajo vientre. Las fundas estaban tan bien aceitadas que ni tan siquiera aquel sol de justicia podría resquebrajarlas. Las culatas de los revólveres eran de sándalo, amarillas y de muy, muy fina textura. Las fundas iban sostienes a los muslos a través de cordones de cuero sin curtir, y fluctuaban pesadamente contra las caderas. Las vainas de latón de los cartuchos embutidos en las cananas destellaban y emitían destellos como un heliógrafo bajo el sol.El cuero crujía ligeramente. Las pistolas, en cambio, no generaban el menor estruendos. Habían vertido sangre. En la esterilidad del desierto sobraban los ruidos. Su ropa era incolora como la lluvia o bien el polvo. Llevaba una camisa de cuello abierto, con una tirilla de cuero enlazada con holgura en los ojales horadados a mano. Los pantalones eran de lona basta y las costuras estaban gastadas