Las razones del derecho. Teorías de la argumentación jurídica Todas y cada una de las cosas existentes pueden clasificarse de manera cómoda conforme un criterio simple: unas poquísimas mejoran; otras —las más—, no transcurrido un tiempo. Este libro cae, desde entonces, en la segunda categoría; mas con esto no pretendo sugerir que fuera bueno cuando apareció por vez primera, en el año mil novecientos noventa y uno. Lo que deseo decir es que el trascurso de una década ha contribuido a desactualizar un trabajo que, fundamentalmente, trataba de dar cuenta de las teorías contemporáneas de la argumentación jurídica. Para decirlo con más precisión: lo que entonces escribí a propósito de las distintas concepciones de la argumentación jurídica, que han tenido una enorme repercusión desde los años cincuenta (la de los lógicos; la de los predecesores, Viehweg, Perelman y Toulmin; y la de los representantes de la teoría estándar: MacCormick y Alexy) me prosigue pareciendo el día de hoy esencialmente adecuado, mas incompleto; y las sugerencias que hacía —en el último capítulo— sobre de qué forma edificar una teoría del argumento jurídico que superara ciertos déficits que me pareció localizar en las precedentes concepciones, las he desarrollado —y sometido a un proceso de ajuste— en una serie de artículos que he publicado desde ese momento. Las circunstancias precedentes parecerían charlar en favor de una versión corregida y aumentada de aquel libro, mas hay un factor que me ha impedido hacerlo o bien mejor, procurarlo. La experiencia me afirma, de hecho, que los libros —o, por lo menos, cierto género de libros— no pueden, en sentido riguroso, corregirse: o bien se escribe uno nuevo, o bien se dejan como están. Como redactar otro libro sobre la argumentación jurídica es una cosa que dejo para una futura ocasión, he optado por dejar este como estaba, añadiéndole sencillamente un capítulo —en forma de apéndice—, en el que analizo una concepción de la argumentación jurídica que brotó en los años setenta y que entonces —cuando escribí el libro— debí haber examinado. No estoy convencido de que lo precedente pueda servir como justificación para esta edición nueva. Lo que, en cualquier caso, la explica es la afabilidad de ciertos amigos mexicanos y, particularmente, de Rodolfo Vázquez. Como tantas otras veces, la única forma que veo de corresponder a su amistad (una de las cosas, si acá puede hablarse de cosa, a las que el correr del tiempo ha añadido valor) es dándole las gracias. Universidad de Cornell, Ithaca, octubre de dos mil uno