El vocablo leyenda viene por sí mismo rebosante de evocaciones, al tiempo que sugiere aromas de siglos perfumados por la pátina del tiempo, sabor popular, aconteceres sensacionales en ambientes tan idóneos como adecuados
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El vocablo leyenda viene por sí mismo rebosante de evocaciones, al tiempo que sugiere aromas de siglos perfumados por la pátina del tiempo, sabor popular, aconteceres sensacionales en ambientes tan idóneos como adecuados. Surgen en las leyendas, con igual maestría que un cortometraje de dibujos animados de Walt Disney, las princesas en sus castillos, los príncipes amorosos que las cortejan, los hechizsos, los embrujos, los dragones, los bosques y los lagos, los nenúfares y las azucenas, los monjes, las abadesas, los comentarios con sus sombríos y estirados cipreses... Toda una interminable liturgia contenida en la sabiduría, la imaginación y la fantasía populares. Todos entendemos lo que se nos dice cuando se nos dice que algo es legendario. Pero si ninguno pasa de entenderlo como una vaga condición exótica, antigua y maravillosa. Por el contrario, la leyenda es algo definido concretamente: una narración tradicional, fantástica, que combina en sorprendente contraste unos hechos extraordinarios con una referencia de lugar y personas bien sean históricas o imaginarias