El patriotismo, el amor a la tierra en la que se ha nacido y al pueblo del que se forma parte, es una incesante de la historia de la Humanidad, y tiñe en mayor o bien en menor medida las obras de los historiadores de cualquier temporada o bien sitio. Lo hemos visto en en los viejos helenos y romanos, por mucho que ciertos se planteen realizar sus libros sine ira et studio. Está presenta en el Laus Spaniae de san Isidoro, el lamento por su ruina en la Crónica de setecientos cincuenta y cuatro... y por su pérdida en la Albeldense... Y de esta forma hasta la construcción de los primeros estados modernos (monarquías compuestas mas que se quieren nacionales); ejemplo de ello es la magnífica Historia de Juan de Mariana, que descubre españoles desde los tiempos míticos Túbal... En todo caso, las nacionales son unas identidades más, en ocasiones múltiples (locales, regionales, nacionales), que cohabitan en el individuo al lado de otras identidades religiosas, sociales, políticas y culturales. Mas en el siglo XIX, la cosa cambia: desde el patriotismo tradicional y de nuevas corrientes idealistas y románticas cristaliza una nueva concepción de la nación, a la que ahora se percibe como una realidad externa, totalizadora y preexistente (cuando no eterna) a los individuos que la componen. Es una concepción orgánica que Renan, en sus Diálogos filosóficos, describía así: "Las naciones, como Francia, Alemania, Inglaterra..., actúan como personas que tienen carácter, espíritu, intereses determinados; se puede razonar acerca de ellas como de una persona; tienen, como los seres vivos, un instinto secreto, un sentimiento de su esencia y de su conservación, al punto que, con independencia de la reflexión de los políticos, una nación, una urbe, pueden equipararse a los animales, tan ocurrentes y profundos tratándose de salvar su ser y de asegurar la perpetuidad de su especie." Es el origen de una nueva ideología, el nacionalismo, que hace prevalecer la identidad nacional sobre cualquier otra, que impone la supeditación del individuo a la nación, hasta el sacrificio de la propia vida, que se esmera por nacionalizar a las sociedades, y que va a sobreponerse por igual a todas y cada una de las contradictorias propuestas políticas de la época: tradicionalismos y legitismos, liberalismos múltiples y radicalismos, e inclusive y paradójicamente, en los internacionalismos obreristas (como se verificará ya en el siglo veinte). Enrich Prat de la Riba (dieciocho millones setecientos mil novecientos diecisiete) es un genial ejemplo de ello. Letrado y cronista, es uno de los responsables de la transformación del catalanismo en un movimiento nacionalista, de lo que es representativa la conferencia que el creador pronunció en mil ochocientos noventa y siete en lo que podemos estimar su puesta de largo, en el Liceo de Barna y que se incluye en la parte central de este libro, publicado en mil novecientos seis. Ya entonces se ha transformado en un influyente político, en vísperas de encabezar la Diputación provincial de Barna y, después, la Mancomunidad Catalana. La nacionalidad catalana, pese a su carácter meramente propagandístico (o bien tal vez por este motivo) resulta una genial muestra de los planteamientos nacionalistas, y de su plasmación específica en Cataluña. Los presupuestos (para el creador, incontrovertibles) y las interpretaciones de los hechos sociales y también históricos sobre los que se fundamenta, los razonamientos en que se apoya, las propuestas que plantea, describen de forma perfecta una creencia (en el mejor sentido de la palabra) aún el día de hoy viva y actuante. Veamos ciertos ejemplos: "El Estado es una entidad artificial, que hace y deshace a voluntad de los hombres, al paso que la patria es una comunidad natural, precisa, precedente y superior a la voluntad de los hombres, que no pueden deshacerla ni alterarla." "El pueblo es, por ende, un principio espiritual, una unidad esencial de los espíritus, un género de entorno ética que se apodera de los hombres y les penetra y les modela y les trabaja desde el instante en que nacen hasta el momento en que mueren. Poned bajo la acción del espíritu nacional a gente extraña, gentes de otras naciones y razas, y vais a ver como suavemente, poquito a poco, se marchan cubriendo de ligeras mas continuas capas de barniz nacional, y alteran sus formas, sus instintos, sus aficiones, infundiendo ideas nuevas a su comprensión y termina por cambiar poco o bien mucho sus sentimientos. Y si, en vez de hombres hechos, le lleváis pequeños recién nacidos, la asimilación va a ser radical y perfecta." Mas Prat de la Riba pertenece, como todos, a su temporada. Su nacionalismo se transforma en los últimos episodios de esta obra en una defensa del imperialismo. La expansión territorial, los imperios, son el resultado natural de la evolución de una nacionalidad: "Los pueblos civilizados o bien en vías de lograr por su esmero la civilización plena, están en su derecho a desarrollarse de conformidad a sus tendencias, esto es, con autonomía. Los pueblos salvajes, o bien los que van en sentido opuesto a la civilización, tienen que someterse de grado o bien por la fuerza a la dirección y al poder de las naciones civilizadas. Las potencias letradas tienen el deber de expandirse sobre las poblaciones retrasadas. Francia impone su autoridad en Argelia, Inglaterra en Egipto, Rusia en los Kamotos, han reemplazado el combate salvaje y humillante que dominaba en aquellos pueblos, con la ley y el orden justo. La mayor ganancia ha sido para la civilización y para estas tierras desgraciadas, más que para los pueblos que han intervenido en ellas. Los que dedicaban sus versos al Mahdi contra Inglaterra, a Aguinaldo contra los americanos, o bien a Argel y sus piratas que combaten a Francia, son pobres de espíritu que no son capaces de percibir la muy elevada misión educadora de la humanidad que ejercitan las naciones civilizadas en estas costosas empresas."