Mientras que las bombas aliadas caían sobre la urbe de Dresden a lo largo de la última una parte de la segunda guerra mundial, un preso del ejército de Norteamérica tremía suponiendo que moriría en la mazmorra atrapado como una rata. Ese preso era un tipo alto, melancólico, cómico, talentoso y incrédulo. Se llamaba Kurt Vonnegut y también iría a convertirse tiempo después en uno de los mayores prosistas americanos. Vonnegut se parecía a ciertos de sus personajes: inquieto, sentimental, vestido a la inglesa con trajes de impecable corte que, no obstante, nunca le van bien completamente, empleaba una pelambre flamígera cortada a la forma afro, lo que era, al menos, un tanto excéntrico en un señor de prácticamente sesenta años, y adoraba a Lauro y Hardy, héroes de su juventud, pareja sicológica del talento y la bobada, tiernos como terneros y tan sentimentales como chicas de provincia. De alguna forma esta novela ácida, afable, chocante por su originalidad es un estremecido homenaje a aquellos 2 cómicos. La palabra slapstick ("payasada"), tras todo, no designa, realmente, sino más bien la acción graciosamente violenta de enjaretarle al otro una torta de crema en la cara. La guerra de los pasteles del cine mudo, de eso se trata. Charlie Chaplin haría slapstick, el Gordito y el Flaco asimismo, y aquellos enormes vigilantes de Keyston metidos en peleas sucias entre damas gorditas y señores mostachudos y inquietos no harían otra cosa. La historia que acá se cuenta comienza en Manhattan, llamada la Isla de la Muerte, donde un anciano de 100 años, que además de esto fue presidente de los U.S.A., escribe sus memorias. De nuevo el inconfundible estilo limpio y recortado de Vonnegut captura al lector sin darle resoplo. Y su humor entre el disparate y la bufonada ridícula que tanto recuerda en ocasiones a Samuel Becket alcanza una de las más altas cúspides en el género libresco moderno