Revelos del paisaje – Atilio Doreste UNA patentiza ante aquello que llamamos “paisaje”: desaparece justo delante del fenómeno que deja nombrarlo, la mirada. Como en los días vergonzosos de calima. Llega la arena aventada desde el Sahara y ciega. La calima es un dosel tupido y mate, un cuadro que cae sobre la mayor fortaleza del humano frente al mundo: poder ver y decir aquello que se ve. Quisiéramos levantar nuestra frente y acechar, mas nada aparece. Solo la arena en desequilibrio que sofoca mirada y respiración. Donde había monte recortado, carretera, acantilado, floresta, nada queda. Una costra amarillento oculta los perfiles, los planos, la diversidad de tonos, los matices alterables de la luz; achata lo profundo; desarma el ejercicio dominante de la visión sobre toda figura. Es un cuadro revirado que dicta la negación de cualquier paisaje. En frente de una privación de tal magnitud solo disponemos de un asidero: echa a caminar. Si te paras, si detienes tus pasos, el planeta ya desapareció y el sofoco aplasta. Solo tenemos esa alternativa para ver: busca caminando. Entonces, si bien poquito a poco y de forma transitoria, intuida y también inestable, se genera el desvelo. Nuestros pasos nos aproximan al planeta perceptible de cada cosa y disponemos de una renovada y otra ocasión de aprehenderlo y apreciarlo. De la calima, cada cosa brota única, abstraída. Jamás se puede extraer de la calima el plano extenso, abarcador, no hay margen para demasiada profundidad de campo. De este modo, resulta imposible toda situación mayestática, la majestuosidad fue disgregada entre los infinitos granos de arena sostenidos en el aire sahariano. Para regresar a percibir, para religarse al planeta hay que adentrarse en la calima y desde ese ademán reconocer las peculiaridades que lo conforman